Hace como ocho años, cuando yo era una imperfecta adolescente y ella (curiosamente) tenía mi edad, alguien escribió de mí sin saberlo:
Yo llego eternamente tarde, así me gusta hacerlo y no puede ser de otra manera. No hay evento que amerite mi puntualidad. Yo soy buena, un bellísimo ser humano, pero nadie parece darse cuenta espontáneamente de ello. Tengo que andar por la vida diciendo: “Mírame, soy una buena persona, llegué tarde, pero soy buena persona”. No, no les importa. Disfrutan más de las malas intenciones.
Así que, si es necesario, me disculpo. Siento correr con la sangre ligera (y también tremendamente pesada), pero sepan que tiene todo que ver conmigo y nada que ver con ustedes. Soy buena persona, no llegué tarde, llegué cuando tenía que llegar.Lo digo sin soberbia y con la convicción de que el tiempo de los otros merece todo mi respeto. Pero nunca se ha tratado de eso y parece que nadie lo entiende.
Soy irremediablemente impuntual, y la única razón por la cual no he dejado de serlo es porque no lo considero un defecto, al contrario, me parece una virtud tener mi propio tiempo. Ese que es sólo mío y del reloj que no parece correr a mi paso me ha hecho más feliz que el resto de mis costumbres.
Aunque me ha costado citas perdidas, trenes partidos y amistades enfurecidas, también me ha dado una cantidad de imprevistos maravillosos; gracias a él he encontrado personas, lugares y situaciones que jamás hubieran cabido en el tiempo premeditado.
Hoy también llegaré tarde, sean amables y sonrían al verme; que mi tiempo (ese que es mío y nada más) merece el mismo respeto que el suyo.